Recién mudado a Punta Carretas desde su querido Capurro, a Claudio le queda bastante incómodo el transporte público para ir y venir al Liceo Miranda, razón por la que decide -la mayoría de las veces-, hacer el trayecto a pie. Claudio describe los varios itinerarios que sigue, según el día; algunos incluyen Dieciocho, y éstos el paso obligado por la Plaza de los Treinta y Tres:
La borra del café es, en palabras del propio Mario, una de sus mejores novelas: «Es la única que en algún sentido es autobiográfica. O que por lo menos lo es en el envase, pues el protagonista es totalmente inventado pero vive en los barrios donde yo viví. Capurro -uno de los más queridos-, Malvín, Punta Carretas.» Fue publicada en Montevideo (1992), Buenos Aires y México (1993), Madrid (1996) y Barcelona (2000), y traducida al alemán (1994), al checo (2000), y al portugués (1998).
«Gente que pasa», el capítulo de La borra del café asociado a este tramo del recorrido es, como en otras oportunidades, adaptable a cualquier época de la vida de Mario; situaciones vividas por él en la década del treinta, recordadas quién sabe cuántas veces, y llevadas al papel en los noventa, fabricadas con la persistente sustancia de la memoria. Este capítulo resume algo esencial a buena parte de la obra de Mario, discriminado en dos rasgos característicos. El primero es esa especie de «oficio» oculto que tenía -inherente tal vez a todo escritor-, pero que en él sobresalía de un modo manifiesto, y es el oficio de observar. Como decía su amiga Silvya Lago, a Mario le encantaba sentarse a «observar el movimiento de la gente».
Parece casi una obsesión el mirar al prójimo desconocido. Son innúmeras las veces que, en sus novelas, el lugar elegido en los cafés es junto a la ventana. ¿Para qué? Para observar: en Andamios, vemos a Javier «sentado junto a la ventana, en uno de los tantos bares...»; o «eligió una mesa junto a la ventana y pidió una grapa con limón.», o «el camarero los instaló en una mesa algo apartada, junto a los ventanales.»; en el cuento «Firmó doscientas mil», de Geografías, Daniel encuentra «una mesa para cuatro, junto a la ventana.»; en «Monstruos», de Poemas del hoyporhoy, alguien nos dice «me gusta acomodarme en la ventana»; en Primavera con una esquina rota, Graciela se encuentra con Celia después de mucho tiempo, van a tomar un trago, y «se sentaron junto a una ventana»; en el cuento «Viejo Tupí» (Buzón de tiempo), conocemos al Recio, un parroquiano «que normalmente ocupaba una mesa solitaria junto a uno de los ventanales», y Biancamano, el camarero, nos dice que «la Plaza que él disfrutaba era la que aparecía en los ventanales del Café»; Martín Santomé, en La tregua, confiesa «me conformo con acomodarme en la ventana de un café», más adelante se mete en un café: «conseguí una mesa junto a la ventana», después, el día del encuentro, «estuve en el café de Veinticinco y Misiones. Ella estaba a dos pasos, junto a mi ventana», y como si fuera poco, en el Sorocabana, el día de la declaración, otra vez «yo estaba en el café, sentado junto a la ventana», y en el Viejo Tupí «Ocho de la mañana. Estoy desayunando en el Tupí. Uno de mis mayores placeres. Sentarme junto a cualquiera de las ventanas que miran hacia la plaza.»; en el duro cuento «Pequebú» (Con y sin nostalgia), dentro del terrible dolor de la tortura, el preso Vicente alcanza a imaginar: «a veces, como destellos, ve bajo la capucha los rostros de sus viejos, el altillo en que solía estudiar, los árboles de su calle, la ventana del café»; también Ramón Budiño, en Gracias por el fuego, se encuentra en un bar con Walter, un amigo: «Yo estaba en la mesita junto a la ventana».
También, a lo largo de toda su obra -incluyendo la lírica-, encontramos un inmenso y genuino interés por el hombre y el paisaje, tomando éste último como el ambiente o entorno más próximo al humano. Morosoli decía que «todo está en el paisaje y en el hombre» . Para Mario el hombre es el montevideano medio; el paisaje puede ser la oficina, el escritorio, una pared con un afiche o almanaque, el mar, el río, el cielo, los árboles del Botánico o cualquier lugar de su Montevideo. Recorrer la obra para mostrar los ejemplos requeriría mucho espacio, pero en «Gente que pasa», tenemos un excelente resumen de esos dos rasgos de Mario: su innata vocación de observador, y el hombre y el paisaje de su Montevideo. Recorre las calles Sierra, Jackson, Bulevar España, 21 de Septiembre y Ellauri, pero había días que ese viaje tocaba Dieciocho: «En tales ocasiones, me detenía un buen rato en alguna esquina, dedicado exclusivamente a observar el paso de la gente. [...] A medida que iban flanqueando mi concurrida soledad, tomaba notas mentales de sus peculiaridades y obsesiones.» A partir de allí comienza a un largo desfile: mujeres, hombres, estudiantes de ambos sexos, solos, en grupo o en pareja. «Desde mi mirador en una esquina cualquiera (generalmente elegía la de Dieciocho y Gaboto) fui aprendiendo detalles y matices de la conducta humana, y tal visión panorámica llegó a convertirse, para mi inexperiente naturaleza, en un ejercicio apasionante.» Cuestionado a veces por escribir tanto sobre montevideanos, respondía: «Para reflejar el mundo hay que empezar por la comarca, los grandes escritores siempre han sido locales: Dostoievski, Joyce, Proust, Dante… han escrito sobre su mundo y su contorno. [...] Soy montevideano y cuando me fui al exilio seguí escribiendo sobre los montevideanos de clase media.»